lunes, 27 de abril de 2009

Mark Strand, al caldero


En su libro Hopper, Mark Strand pretende corregir aquello que le parecen “interpretaciones inexactas propuestas por otros críticos” sobre la obra del magnífico pintor norteamericano. El poeta, que toma las más emblemáticas obras de Edward Hopper y las describe —¿escribe, reescribe?—, promete aproximaciones a una realidad que él mismo termina transgrediendo. Así, del cuadro Automat (1927) se atreve a sugerir que la escena ocurre en el limbo, que esta mujer es una ilusión: “si la mujer piensa en ella misma en este contexto, no es posible que sea feliz”.
¿Y si esta mujer viene de hacer el amor? ¿Y si acaba de degustar una hamburguesa y una merengada? ¿Y si la taza no es trofeo de soledades sino de pausas, paciencias y sosiego?
Una mujer sola en un café no siempre recuenta fatídicos gajos, no siempre espera ni sufre.
Prefiero la poesía de Mark Strand, su voluntad. Y este poema, que es una traducción fulgurante de nuestro Juan Sánchez Peláez:

Asado al caldero

Miro la carne

que está en rebanadas

sobre mi plato

y la voy cubriendo con

su propio jugo de zanahoria y cebolla.

Y por esta vez no me duele

el transcurrir del tiempo.

Sentado junto a una ventana

frente a

bloques de edificios

negros de hollín

no me preocupa no ver

ninguna cosa viviente,
ni un pájaro,
ni un ramaje en flor,

ni un alma que se mueva

en las habitaciones

detrás de los cristales oscuros.

En estos tiempos

donde hay poco

que amar o alabar

no es quizás exagerado

rendirse al poder de los alimentos.

Así, bajo la cabeza

y aspiro

el aroma que se levanta

de mi plato, y pienso

en la primera vez que probé
un asado
igual a éste.

Fue hace años
en Seabright, 
Nova Scottia;

mi madre se inclinó

para llenarme el plato

y cuando terminé

lo llenó de nuevo.

Recuerdo aún
el sabor de la salsa,

su olor a ajo y apio,

y que la chupaba
con trozos de pan.

Ahora la pruebo de nuevo.

La carne de la memoria,

la carne que no se altera.

Alzo el tenedor

para comer.

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