martes, 14 de diciembre de 2010

Dos deliciosos cronistas

No abundan los cronistas gastronómicos, escritores de verbo delicioso y mirada punzante, que se sumerjan en sartenes, copas y salones a sabiendas de que, en el fondo, se trata siempre de un juego, una travesura de palabras. No abundan, pero algunos son maravillosos...


Miguel Brascó
El más argentino de los gauchos, escritor, humorista, dibujante, enólogo y gourmet. Traductor de poetas alemanes, amigo personal de Quino, editor de revistas como Status, Claudia y Cuisine & Vins. Sus crónicas hacen gala de una cartografía linguística arropada con creatividad y osadía. Escribe con semejante erudición y desparpajo sobre las liturgias exigidas por la preparación de un cordero patagónico, los escarapeles del Syrah, los restaurantes del verano atlántico o las proezas de un Malbec entre rock y sexo. Para explicar la importancia de decantar un vino, en su libro Pasarla bien (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2006) inicia una crónica recordando que quiso responder a un púber sommelier con uno de sus giros “cripto-erudito” que su mujer contuvo a tiempo: “A preguntas isiolíticas, respuestas peripateticas”.
Brascó se burla elegantemente de críticos respingados y comensales en pos del glamour de una gastronomía que cachetea. Lo suyo parece ser traer a la mesa la sabrosura, sin poses ni mañas: “Sobre esos ingresantes por la puerta fashion a la cultura del vino operan los marketings pipiripí de las bodegas cucurucú, transformando el placer gourmet simple y opíparo del tomarlo acompañando el plato que se está comiendo, en una competencia infusa sobre quién le percibe aromas a regaliz y a trufas negras del sotobosque o gusto a cualquier cosa rara, tipo melocotones y mermelada de melocotones, que tienen que ver muy poco o simplemente nada con los aromas y sabores de ese vino”.



Ben Amí Fihman

En comarcas criollas contamos con un gourmet de ironía y poética avasallante, creador de la revista Cocina y Vino y del hoy devastado Salón Internacional de Gastronomía. Su libro, Boca hay una sola (Fundación para la Cultura Urbana, Caracas, 2006), recoge crónicas escritas y publicadas entre 1982 y 1989 en el diario El Nacional bajo el muy recordado título de Los cuadernos de la gula.
Compendio de suculencias, transgresiones, exageraciones y miradas, el libro de Fihman se adentra como pocos en las elegancias y sobriedades de nuestra lengua. Desde filones sociológicos y antropológicos, echa un vistazo a la Venezuela de los ochenta, sus ritos, sus bambalinas, sus restaurante, sus reveses.
En el texto “Weekend en Maracaibo” recuerda lo que él llama un hedonista viaje a una ciudad que algunos recordamos aún: “Maracaibo está en Venezuela, pero es otra parte: un térmico laberinto, una tórrida alucinación (…) Será difícil olvidar la voluminosa personalidad de Guillermo Cedeño, que sirve en Ced del Mar, su local del mercado de Santa Rosalía, al ritmo de incunables de rockola, el sápido armadillo de agua salada. El risueño rostro de Silvestre Matos, cacique de La Matera y su guasare, plato en el que, con elegancia, sentido del color y en justas proporciones, se yuxtaponen chipsi-chipi, huevas de pescado, bollito pelón y arroz con coco. La aleatoria decoración del Stu Ricardo, por fin, un bar griego en el que conviven Buda, moussaka y bolero”.

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