Nadie habla de la nausea y el vómito. De regresar a medianoche de un banquete y rebatirlo todo.
Los gourmets no disertan sobre volver de una cena gloriosa, el más lustroso restaurante, la mejor mesa de amigos, y claudicar en una madrugada de asfixias.
Y no hace falta recaer en vericuetos de la Historia, bacanales romanas que admitieron visitas al vomitorium como auténtica institución; ni de la Edad Media, cuando el vómito era penitencia que ahuyentaba los pecados.
Uno alcanza la hora más alta y por mil motivos surge la arcada. No siempre es gula o fechoría de chef, asuntos de la edad o morbos.
Con el vómito se desperdicia placer, se echa “por la borda” un pasado desmerecido.
Vomitar es, entonces, lo único que queda. Por algo el Eclesiastés tiene precisas consejas: «Y si te viste forzado a comer demasiado, levántate, vomita lejos y sentirás alivio» (31:21)
Igual se vomita con rotunda tristeza. Es más la lástima que el malestar de la carne.
Duele admitir: allá va el Fondant de queso manchego con escargots; allá van las Vieiras al capuccino sobre setas glaseadas; allá va la Polvorosa de pollo, allá van los Anticuchos limeños.
Y en el delirio de la soledad y la penumbra, se ven discurrir oleajes de Merlot, Tempranillo, burbujas provenientes del mismísimo Valle del Maule.
«El vómito es la manera en que el organismo devuelve los sobrante y sobra siempre lo que se repite demasiado. Cuando todo está bien aprendido caben dos opciones: la muerte o el vómito». (Chantal Maillard)
Hay pues otros vómitos. Tampoco de ellos hablamos.
«Ocurre a veces que el fuerte sabor de estas aceitunas, aliñadas con dientes de ajo, aceite, sal, limón, guindilla y hojas de laurel, te atrae a la memoria una brisa de una época antigua: grutas, un rebaño, una sombra, la melodía de una flauta, el sonido de una respiración de tiempos ancestrales en un odre. El frío de una cueva, un emparrado escondido, una choza en un melonar, una rebanada de pan de centeno y agua de un pozo. Eres de allí. Te has extraviado. Esto es el exilio. Vendrá tu muerte, en tu hombro pondrá su sabia mano: Ven, nos vamos a casa».
No añoro exactitudes. No las del tiempo. No sabría recordar, por ejemplo, cuándo probé por primera vez un Vitel Toné, un Foie-gras o una Coquilla Saint Jacques.
Pero el día en que me inicié en los ritos del Martini lo tengo clarito. Fue un jueves antes de la Semana Santa del 2004. Mi jefe nos invitó al restaurante Le Coq d'Or, ya entonces en Las Mercedes. Yo, que en mi vida había estado frente a una copa de Martini, terminé zambullida en una piscina sin fondo ni decoro. No sé cómo llegué a casa.
Al día siguiente, con más ansias que resaca, pensé que aquel Martini me hubiese gustado más con siete o diez aceitunas.
Días después, dispuesta a osadas pesquisas, descubrí que existe el Martini Sucio o Dirty Martini, mi sueño hecho realidad: saladito, turbio, con restos de incontables aceitunas.
Esa semana, que no fue precisamente Santa, coincidió con la decimoquinta edición del Festival Internacional de Teatro de Caracas y entre sus lujos estuvo la obra belga “Quando l'uomo principale e una donna” (Cuando el hombre principal es una mujer) del artista y coreógrafo Jan Fabre. Y he allí que el Martini, las aceitunas y el aceite de oliva eran protagonistas de un festín de sexualidad y sensualidad del que salí, obviamente,
deseando tomarme un Martini muy turbio. Fuimos a Suka, en el CC San Ignacio. Pedí al barman que hilara el más mugriento, obsceno, fangoso, anegado y manchado de los Martinis.
Aquella noche fue la obra de Fabre la que humedeció mi memoria. La bailarina, Lisbeth Gruwez, comenzó colgando una veintena de botellas de aceite de oliva mientras cantaba Volare. Las botellas goteaban, ella se embadurnaba al tiempo que preparaba un Martini. Pasaron muchas cosas que no recuerdo con exactitud, viento, más aceite, una corona.
Prefiero copiar, con la boca hecha aguas, un fragmento de una nota de Mabel Diana publicada en el portal Danza Hoy en Español:
“Se quita el pantalón, destapa las botellas y el aceite sale a chorros y moja el piso. Se quita la tira que cruza su pecho y su calzón. Queda desnuda y se baña con el aceite que cae. Rito, transformación, ahora es una mujer. Su cuerpo brilla magnífico, una luz verde acentúa el cambio. Comienza a girar en el suelo, a desplazarse, fácil, delicada, en equilibrio. Se acaricia, los muslos, la cara, el sexo, los brazos. Todo muy suave, descubriéndose placenteramente. Su desnudez está vestida de aceite. Cambia la intensidad de sus giros, ahora son rápidos, precisos. Con total dominio sobre esa superficie tan resbaladiza. Rueda, gira, se suspende. Su cuerpo refleja la luz, el aceite refleja la luz, que cambia de verde a blanca. El olor del aceite de oliva invade el teatro. Todo el escenario es un piso de aceite.
Va hacia el frasco de aceitunas, lo abre y éstas se desparraman. Vuelve a cantar "Volare" y comienza a caminar, muy femenina, se coloca la corona de olivo, la paz y la gloria. El regreso de la mujer, el baño de aceite que la purifica, la embellece, la protege, le da sabiduría. Se acerca a probar su trago, ahora con el toque que faltaba, una aceituna extraída por arte de magia de sus genitales.”
Un libro de cocina también se lleva a la cama. Se manosea, abierto sobre el vientre. Se mancha, se lame, se abraza, se le dicen pequeñas palabras soeces.
Un recetario no solo tiene sentido en la mesa, doblado, de pie junto al fogón, con premura, entre exactitudes y requerimientos. Sus líneas no han de ser mandato, sus secretos no siempre vierten ventanas.
Un libro de cocina también surca lo oscuro, jadea en mesas de noche, escucha lo prohibido. Se abre al azar: oráculo. Hay que dejarse llevar por sus blancos, saborearlo bajo la cobija, con una sola mano, Que de sus páginas broten aceitunas y remolachas, hagan crema en la piel. Que el aceite de oliva resbale y retenga ardidos vocablos. Que el azúcar limpie orugas, desdiga la inocencia, la espera, los afanes.
Listín Prêt-à-porter
Hay recetarios imprescindibles. Para la cocina y la cama.
Pero también magníficos ensayos, novelas, poemas,
que rozan el tema culinario.
Algunos de los que tengo ahora mismo a mano y recomiendo:
Sabores que matan / Comidas y bebidas en el género Negro-Criminal
El grupo teatral La Fura dels Baus lo conocemos en Venezuela de aquellos míticos tiempos en que nos merecíamos el Festival Internacional de Teatro. Esta semana el pionero grupo catalán ha develado lo que será su próximo montaje — previsto para el 7 de mayo en la Tabacalera de San Sebastián—, Degustación de Titus Andronicus, dirigido por Pep Gatell en íntima colaboración con el equipo del restaurante vasco Mugaritz, encabezado por el célebre cocinero Andoni Luis Aduriz, cuya cocina, recordemos, se incendió totalmente y comienza a ser reconstruida desde sus cimientos. En la obra, que es una adaptación de la tragedia Titus Andronicus, de Shakespeare, “La Fura y Mugaritz no caerán, no teman, en la antropofagia, ni que sea espumosa, pero guisarán y ofrecerán "un mamífero cromosómicamente muy cercano al ser humano", según avanzaron Gatell y Aduriz. El director añadió de manera ominosa: "Reconocerás a los hijos de Tamora en la comida, hay detalles para ello", señala El País de España. “El último acto del montaje incluye la cena final cocinada en directo para treinta espectadores –elegidos al azar y/o a través de la web de la compañía– que serán diferentes en cada función. Para la confección del menú, el equipo del Mugaritz ha indagado y trabajado durante ocho meses en recetarios de la época romana para "buscar la mayor fidelidad posible a la época, aunque los ingredientes varían. La idea es que detrás de cada gesto gastronómico hubiese una dosis metafórica, es decir, convertir a la gastronomía en un actor más", manifestó ayer el laureado cocinero vasco”, acota una nota del diario español La Vanguardia.
LUCIUS Enterradle hasta el pecho y que muera de hambre: que allí permanezca, y que ruja, y grite por comer: si alguien le socorre o se apiada de él por la ofensa, morirá. Ésta es nuestra sentencia. Que alguien se quede a verle enterrado en la tierra.
Té más histriónico: Teatral Té egipcio: Tebaico Té de las historietas: Tebeo Té más musical: Teclado Té más etílico: Tequila Té de la pericia: Técnica Té de la corteza terrestre: Tectónico Té que protege de la lluvia: Techado Té de la Iglesia: Tedéum Té de los hartazgos: Tedio Té muy resistente: Teflón Té de la creencia en Dios: Teísmo Té de barro: Teja Té hilado: Tela Té del hilandero: Tejedor Té de los enredos: Tejemaneje Té arácnido: Telaraña Té que estimula las comunicaciones: Teléfono Té de las alturas: Teleférico Té de pocas palabras: Telegrama Té para las noches solitarias: Televisor Té de origen materno: Teta Té muy textual: Tema Té catastrófico: Temblor Té de las imprudencias: Temerario Té mañanero: Tempranoso Té climático: Tempestad Té de las durezas: Temple Té de los compases: Tempo Té sagrado: Templo Té con sabor a agujas: Tenáculo Té de dos brazos: Tenaza Té de las tiendas: Tendero Té fibroso: Tendón Té obscuro: Tenebroso Té con tres pinchos: Tenedor Té un poco verde y mandón: Teniente Té diluido: Tenue Té por si acaso: Tentempié Té colorido: Teñido Té que trata de Dios: Teológico Té especulativo: Teoría Té de las doctrinas iluminadas: Teosofía Té curativo: Terapeuta Té después de dos: Tercero Té dividido en tres: Terciado Té del fin: Terminal Té de las maderas: Termita Té sin pastar: Ternera Té cariñoso: Ternura Té de arcilla: Terracota Té maluco: Terrible Té del miedo: Terror Té más querido: Terruño Té interminable: Tesis Té de conversas: Tertulia Té muy valioso: Tesoro Té que algo deja: Testamento Té del que algo vio: Testigo Té para atisbar: Terraza Té redondo: Testículo Té primerizo: Tetero Té pavoroso: Tétrico Té de los tejidos: Textil Té alemán: Teutón Té muy preciso: Textual Té para el rostro: Tez
La comida de hospital es, sin más, comida de hospital. Desencajada, desgreñada, empijamada.
Se parece a la de otros “no lugares”: aeropuertos, aviones, escuelas, manicomios, cuarteles, cárceles.
Por sana amonesta, por incolora enferma.
Sin embargo, hay hospitales más dispuestos a desmentir, donde el paladar no reposa, la mirada no se escabulle.
Ciertas bandejas de Francia, Italia o Grecia parecen respetar las aflicciones del cuerpo sin masacrar lo que resta de alma.
El cocinero catalán Ferran Adrià ha presentado en estos días en el hospital Sant Andreu de Manresa (Barcelona) un nuevo concepto de Dieta triturada que permite recuperar olores y sabores a aquellas personas que, por problemas de salud, no pueden masticar. En el menú figuran algunas recetas tan tradicionales como la "escudella catalana" y la "carn d'olla", el pollo con "samfaina" o la tortilla de patatas.
Hay un maravilloso fotoblog, Hospital Food, que muestra bandejas —con sus obligantes cuadraturas—
de centros hospitalarios del mundo entero,
enviadas por hambrientos pacientes impacientes, negados a la sopa de pollo y a la gelatina.
Desde Buenos Aires, Adriana Morán Sarmiento nos llama la atención sobre el documental Cooking History, dirigido y escrito por el eslovaco Peter Kerekes y que habiéndose estrenado el año pasado ha obtenido ya importantes reconocimientos: Premio especial del Jurado en el Festival Hot Docs, Canadá, 2009; Premio Fipresci (Federación Internacional de Prensa Cinematográfica) en el Festival DOK Leipzig, Alemania, 2009; y Premio Memorimage en el Festival Memorimage (Reus), España, 2009. Antes de sumergirme en el film —que no he visto, que no sé cuándo veré— dejo claro que el blog de la venezolana, Los 365 días, es extraordinario: en un juego con la película Julie & Julia, se ha propuesto ver todos los días una producción cinematográfica, y lo ha cumplido. Al día de hoy ha visto tantos títulos como días han transcurrido de este poroso año. Cooking History, de ochenta minutos de duración, tiene como ingredientes “6 guerras, 10 recetas y 60.361.024 muertes”. Y es que su tema son los sótanos de los conflictos bélicos y el ignorado papel que han desempeñado en ellos los cocineros, víctimas o victimarios que se las han ingeniado para tomar los productos de su alrededor y con ellos cocinar miserias, venenos o efímeros instantes de gloria. Se trata de un nada suculento retrato de la Segunda Guerra Mundial, Chechenia y de Algeria, entre otros macabros conflictos. “Pese a que los libros de texto nunca los mencionan, los chefs militares han sido determinantes a lo largo de la historia y las necesidades cotidianas de millones de estómagos armados han influido en victorias y derrotas”, señala la sinopsis del documental. “Cooking history es un retrato de estos chefs europeos que sirvieron a diferentes ejércitos y fueron testigos de las guerras europeas en el siglo XX. Sus recuerdos nos dan una visión de los hechos históricos que difieren, en algunos aspectos, de la versión convencional explicada en los libros o archivos. Las historias personales de estos testigos olvidados y la franqueza de sus anécdotas transmiten un sentido de la vida y de la muerte en el aparato de la guerra, un sentimiento de esperanza, nostalgia y estrategias de supervivencia en medio de la destrucción y la desesperación”.
¿Quien no ha salido de una buena o mala rumba directo a Filippo, el perrocalentero frente a la Plaza Francia? ¿Quién no reconoce que es toda una institución, Patrimonio Cultural incluso?
Esta foto recuerda a Filippo Acosta en sus tiempos iniciales, quizá en el mismo 1967 cuando se sembró por aquellos lares de Altamira. La imagen (de desconocido origen) lo muestra en la acera este de la plaza. ¿Es él? ¿Era ese su carrito inicial? ¿Estuvo de aquel otro lado de la avenida?
El hambre que
se hizo libro en el CAMPO DE CONCENTRACION de THERESIENSTADT
Theresienstadt fue un infierno extraño: campo de concentración, solar de tránsito hacia Auschwitz y otros exterminios, vertedero de dislocadas almas. Se le hizo parecer colonia modelo, gueto, asentamiento, paraíso de jubilación, bella ciudad balnearia ofrendada por el Fhurer. En Theresienstadt convivieron la muerte y el teatro, el hambre y la ópera, cadáveres y lucidez, niños y piojos. Hubo jardines, casas bien pintadas, eventos culturales, gente saboreando sardinas. Cuando los funcionarios de la Cruz Roja culminaron su visita en 1944
la muerte se ocupó de quienes oraban, miles fueron enviados a lejanas cámaras de gas, otros asesinados allí mismo, muchos arrojados a las fauces del hambre y la enfermedad. Los jardines devastados.
La escritura aletargada. Sin duda fue un lugar extraño. Tan extraño que se escribió ahí un libro de recetas de cocina, In Memory's Kitchen: A Legacy from the Women of Terezin.
Lo recopiló Wilhelmina (Mina) Pätcher a sus setenta años, —justo antes de morir de hambre en vísperas de Yom Kipur de 1944— junto a otras mujeres recluidas en Theresienstadt. Desde la memoria fueron sumando
ingredientes, sabores y procedimientos. De noche, en sus catres desnudos, mientras sus cuerpos se retorcían, las mujeres de Theresienstadt horneaban manjares y remembranzas, cocinaban utopías de margarina, tortas y potajes. Volcaban su “cocina platónica” como dijo la propia Mina. Todo bullía en sus cabezas, en el hambre desencajada, en la añoranza de volver a la cálida morada de los hijos y los apetitos. Michael Berernbaum, director de investigación del Museo conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos, dice en el prólogo: “Este libro de cocina… debe ser visto como una manifestación más de Resistencia, de rebelión espiritual contra la dureza de la condiciones de vida… Recordar recetas era un acto de disciplina que les exigía reprimir su hambre y pensar en el mundo normal fuera del campo, e incluso quizá atreverse a sonar con un mundo después del campo” ¿Como llegó este libro a nuestros días? Esa es otra historia milagrosa. Poco antes de morir, Mina entregó el manuscrito a un amigo, encargándole que lo hiciera llegar a su hija Anny, ya entonces residenciada en Palestina. Pero el libro solo llegó a manos de la abrumada hija veinticinco años después, cuando esta vivía en Nueva York: “Cuando abrí por primera vez el cuaderno y vi la escritura de mi madre, tuve que cerrarlo. Lo dejé guardado y tardé bastante tiempo en reunir valor para leerlo. Mi marido y yo estábamos sobrecogidos, porque nos parecía en cierta medida sagrado. Después de todos aquellos años era como si mi madre tendiera su mano hacía mí desde muy lejos… Al publicar estas recetas estoy honrando la creencia de mi madre y de las demás mujeres de que en algún lugar y de alguna manera debe de haber un mundo mejor donde vivir”. El libro apareció publicado en 1996, editado por Cara de Silva, traducido por Bianca Steiner Brown y prologado por Michael Berenbaum. La sección introductoria puede leerse en Google. Contiene, además, una serie de poemas escritos por la propia Mina Pächter, en los cuales intentaba asomar cierto humor, la turbia realidad que los quebraba. Me pregunto yo, desde la abundancia y el goce, cómo puede la memoria engañar al saliveo, cubrir de sueño la infame noche del hambre. ¡Cuánto nos quejamos en estos no tan aciagos días! No sabemos lo que es el hambre y el miedo. No conocemos la precariedad absoluta y el fin. Ojalá nunca lo sepamos. Ojalá nunca debamos cocinar sin sartenes ni hierbas, sin alcachofas, pescados y berenjenas. Ojalá la memoria solo convoque placeres, un fogón siempre encendido, un dios cuidando nuestra ancha mesa.
Aparece de pronto en mi buzón un correo de Gamal El Fakih Rodriguez, venezolano egresado de la primera promoción (1993) del Hotel Escuela de Mérida, contándome que en el próximo verano publicará en español y en francés el libro Recetas olvidadas, donde recoge los sabores de Los Andes campesinos. Se trata de una recopilación iniciada con sus alumnos de la Escuela donde él mismo estudió: “Viajando de pueblo en pueblo, hablando con las abuelitas y con la gente de las aldeas y de los campos, sentándonos a hablar, a tomarnos un cafecito con todas las señoras que han consagrado su vida a las legumbres y a los granos, a las frutas y a las hierbas, a los animales del corral y a los del monte, logramos recopilar una gran cantidad de recetas, muchas de ellas casi olvidadas, que hoy queremos ofrecer, con la esperanza de que no se pierdan...” Gamal El Fakih Rodriguez, después de trabajar en diferentes países con algunas de las cadenas hoteleras de mayor prestigio mundial, se desempeña actualmente como sub-Director del Instituto de Turismo y Hotelería de Québec (ITHQ) en Montreal, Canadá. El libro, aún inédito, puede curucutearse en su magnífica página: Las recetas olvidadasy desde allí adquirirse. Hay allí adelantos de potajes, ensaladas, contonos, panes, pasaderos, dulces, bebidas y hasta remedios propios de bodeguitas idóneos para la ansiedad, la debilidad y los estreñimientos del cuerpo y el alma. Por lo pronto copio la canción popular La cocinera, maravillosamente interpretada por Doña Mercedes Muñoz de Rodríguez una tarde cualquiera de abril de 1978 y que puede escucharse en Youtube.
La COCINERA
Se levantó la cocinera, y a soplar el fogón se lava las manos se lava la cara se riza el cabello y se hace el pompón.
Esta leña tan maluca Que no quiere ni prender ¡malhaya sea el cuero de aquel leñetero que me hace padecer!
Desdichada la mujer que se mete a cocinar que va sometida que aquella atrevida la venga a regañar
Ya no soplo más con leña ni tampoco con carbón, me voy pa’ mi casa mi madre me pasa y ahí le queda su fogón.
Ya me voy, ya me voy a la voz de mi marido me da de comer me da de beber y me da mi buen vestido
Los besos de mi consorte me saben a chocolate color amarillo color encendido que me saben a tomate…”
Muchos sobrevivientes del Holocausto llegaron a América con imposibles dolores a cuestas. Es de entenderse que esta Tierra de Gracia les pareciera el infierno o el paraíso. No había tintas medias. Quienes intentaron restar grosor a sus experiencias durante la guerra, vieron un mundo distinto y aquí se quejaron de asuntos felizmente banales. Lily Klaver de Halasz, es una de ellas. Nació en Austria en 1921 y llegó a Venezuela junto a su madre en 1939. Aquí nada le fue fácil al principio, pero se adpató y renació. No sería cualquier cosa provenir de Viena, templo de la bollería y los chocolates, de una dulcería memoriosa. Por eso en su testimonio señala, obviando los improperios del clima y la lengua: “aquí la vida era mucho menos complicada, aunque no había un buen pan, la torta de chocolate era salada —todavía no sabían fabricar un chocolate que pudiera conservarse — y la pintura de labios se derretía”.
en el altar de la tercera mesa el poeta requería cabrito o cordero con judías rojas nadie adivinaba si andaba diurno o abolido si venía de dar tumbos en la niebla si un milenio resquebrajaba sus dones de hoja una sola vez almorcé en sus cercanías fue en Casa de Estudiantes de Madrid —¿otoño, 2005?— creo que ambos nos conformamos con un risoto verdeado por insípidos espárragos aquella comida especiada de vocablos que pasaban de largo no fue obediente ni remontó otros ventrílocuos mesones no agujereó la espesura de la patria crucial no simplificó la tarea de acompañarse empeoró más bien en la artesanía de un azar que nunca más admitió compartir un viaje un higo un relámpago (y a Andrés Rodríguez y su Mesón)
Sufría por culpa de la Mujer Araña. Padecía a causa de las sensuales ramificaciones de aquella tarántula que exhibía su artillería de mediatarde en el circo. Sufría porque su amante, fotógrafo, se había enredado en las contorsiones mal pagadas de la tejedora. No podía admitir que su rival fuese un arácnido de pechos brotados de una caparazón de lentejuelas.
Lloraba con el rigor de los abandonados.
Conoció el fotógrafo a la Mujer Araña mientras hacían un reportaje sobre el peregrinaje que había convertido a la rastrera criatura en atracción de fin de semana.
Ella entreveía, entrevistaba. Él se soñaba acariciado por infinitas patas.
Mientras ella escribía acerca de la habilidosa huérfana, él se retorcía entre sudores madrugados bajo la hediondez de las carpas.
El fotógrafo lloraría una vez que la Mujer Araña continuó su recorrido por las provincias del centro del país y la periodista le impidió regresar a sus secretas osadías.