martes, 31 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (8)

Café escoltado

En Buenos Aires un café jamás está solo.

Llega a la mesa en bella taza,

siempre acompañado por una galleta casera,

un paquetico con alfajor o chocolate.

Y agua.

Nunca sirven el café sin un vasito de agua.

Y a través de esos pequeños detalles

uno se sumerge en el verdadero sentido de la hospitalidad.

Así viajan al alma los aromas y sabores

de un cortado, un mitad y mitad,

un café con crema,

y mi preferido, con lágrima.

domingo, 29 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (7)

Ligia Piro con vino y libros


Este no fue un viaje de obras de teatro, espectáculos y salones de baile. Fue un viaje de familia. Pero una noche, ya casi antes del regreso, escapamos a Clásica y Moderna Libros, más restaurante y bar que librería, con una mezcla que hace de la noche una ricura para todos los sentidos.
El lugar tiene setenta años, posee muchos reconocimientos, entre ellos una declaratoria como Sitio de Interés Cultural por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.


Esa noche se presentaba Ligia Piro, acompañada por Pablo Motta (contrabajo), Javier Martínez (batería) y Diego Schissi (piano, arreglos y dirección musical). Interpretó parte de su repertorio habitual, que incluye jazz, bossa nova, tango, bolero y hasta un par de canciones venezolanas, una de Henry Martínez y un joropo hermosísimo adobado con jazz. Piro está a punto de dar a luz, salió con su barrigota hermosa, un ánimo y un vozarrón envidiables. Contó historias propias y ajenas, habló de discos que desaparecían en la continuas mudanzas de la familia —es hija de la célebre actriz y cantante Susana Rinaldi— y de algunos que ella mismo hizo extraviar para que fuesen suyos y para siempre.
¿La comida de aquella noche memorable? Fue lo de menos. Un vino y una tabla de quesos y fiambres. Sólo eso. Antes de comenzar el espectáculo me hice camino entre las apretadas mesas hasta la librería, llena de joyas recién publicadas. Compré la nueva novela del premio Nobel J.M.G. Le Clézio, La música del hambre, título seductor para esa velada y las que luego vendrían, de lectura, sosiego y remembranza.
Esta versión del Negro Bembón —original de Bobby Capó y aquí con Daniel Maza — me encantó y se ha quedado conmigo.

sábado, 28 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (6)

Del diario
de Alejandra Pizarnik


Dibujo de Alejandra Pizarnik
(enviado al pintor y escritor Antonio Beneyto)



Hoy no hay deseo ni escritura, sólo un ánimo de regreso, reposo, memoria. Y una frase ajena:

«¿Qué tienen los viajes que producen tanta alegría? Aún el más breve sugiere algo a modo de renovación, o de muerte».

Alejandra Pizarnik

viernes, 27 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (5)

Mantecol día y noche

Cada vez que se puede, encargo a Israel una barra de Halva (pasta de ajonjolí, que puede producirse con semolina, girasol u otros frutos secos). Cuando nadie de mi confianza viaja al Medio Oriente, compro la altamente calórica y grasosa delicia en tiendas árabes. Pero en un viaje reciente de mi amiga Liliana Lara a Venezuela me dijo: “si tanto te gusta el Halva, tienes que probar el Mantecol en Argentina”. Y si algo soy en materia gastronómica es obedientísima.
En el primer quiosco que se me atravesó en Buenos Aires pedí como toda una aldeana Mantecol. Compré una tímida barrita, después la exigiría más grande y finalmente busqué varias de 250 gramos. Por desgracia solo ahora, a través de la web, me entero de que existe un tobo de 8 kilos. Me lo hubiese traído…
El Mantecol es la golosina nacional argentina por excelencia. Se fabrica desde 1940, cuando fuera patentado por Miguel Georgalos, inmigrante griego que, justamente, en su añoranza del Halva, se inventó una fórmula que contiene manteca de maní, cacao, azúcar, clara de huevos y vainilla. La sabrosura del Mantecol ha inmiscuido a la marca en no pocos pleitos comerciales que terminó ser absorbida por Cadbury Stani, filial de la inglesa Cadbury Schweppes.
Pocas noches antes del regreso, descubrí que en la heladería Freddo —justo frente a donde nos quedábamos— hay un helado de Mantecol, pues no son pocos los postres que se preparan con él. Serían entonces varias las noches que concluyeron con medio galón de helado para llevar, y entre chocolate y fresa una buena porción del de Mantecol, con inmenso trozos del turrón veteado.
Ahora mismo me deleito en un pedacito de su “sabor irresistible”, como reza el empaque.

jueves, 26 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (4)

El milagro del Sushi

Era lunes. Todo cerrado. Casi todo, menos el Jardín Japonés, en los bosques de Palermo. Mucho nos habían hablado de él. Un hermoso recorrido entre estanques con enormes peces, flores y puentes, todo cargado de preciso simbolismo y silencio. Allí vi por primera vez un cerezo en flor. Fue creado en 1967 en homenaje a los Príncipes Herederos Akihito y Michiko, que visitaron en esa oportunidad Argentina.

Llegada la hora del hambre, dudamos mucho en si salir del Jardín o comer allí. Nunca suele haber una relación favorable entre los parques y sus recodos de comida. Pero el cansancio y las ganas de sushi nos condujeron al restaurante. Y menos mal que lo hicimos, no tanto por la comida, que resultó aceptable —más no el servicio, pésimo incluso— sino porque en las dos semanas siguientes no nos toparíamos con un solo restaurante japonés. Sabemos que los hay, se les reseñan en las guías cibernéticas y algunos están muy bien puntuados. Pero en la calle, en las grandes avenidas del caminar nocturno, jamás tuvimos la oportunidad de comer sushi. No es que nos importara demasiado, solo nos extrañó, acostumbrados como estamos en Caracas a una globalizada oferta gastronómica y a sushi por doquier, bueno, malo, barato, caro. A decir verdad, no me hubiese caído mal una segunda vez japonesa en Buenos Aires, habría comido menos pastas y pizzas y pizzas y pastas.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (3)

El infaltable Café Tortoni


No podía faltar el Café Tortoni en nuestro recorrido, paradigma porteño —es el más antiguo de Argentina— fundado en 1858 por un inmigrante francés apellidado Touan que tomó el nombre de un establecimiento del Boulevard des Italiens, en el que se reunía la élite de la cultura parisina del siglo XIX.
Una mañana nos levantamos y dije sin pensar demasiado: “desayunemos facturas y chocolate en el Café Tortoni”. Y eso hicimos. Lo que no suponía era que hubiese cola para entrar —mi país me ha hecho aborrecer e incomprender el sentido real de una fila—. Un amabilísimo caballero tomó nota de que éramos tres y esperamos mucho menos de los veinte minutos con que nos había amenazado. Mientras aguardábamos, en plena Avenida de Mayo, mis ilusiones iban desmoronándose. Suponía que adentro habría un gentío, que nos atenderían con excesiva premura, que habría que comer y salir corriendo, que una vez más había caído en las garras de las ficción del turismo globalizado.

Al entrar me volvió el alma al cuerpo. No entendí porqué la espera, había varias mesas vacías —las mismas de roble y mármol de sus orígenes— y un ambiente distendido que habla de una dignidad legendaria, una elegancia sostenida desde la tradición y el respeto al espacio, el público y el sagrado acto de comer. Un mesonero me explicó que no permitían entrar a lo comensales hasta tanto su mesa asignada estuviese recogida y limpia. Con razón se reunía allí la crema y nata de la intelectualidad argentina y foránea: Alfonsina Storni, Benito Quinquela Martín, Carlos Gardel, Baldomero Fernández Moreno, Luigi Pirandello, Federico García Lorca y Arturo Rubinstein entre otros.
Comimos exactamente lo que iba soñando: medias lunas, churros y chocolate caliente. Nadie nos apuró ni impidió tomar fotos y pasear por el local, con sus varios salones destinados aún a actividades literarias y musicales.
En el Salón César Tiempo (también llamado La Peluquería) hallamos sobre una mesita el siguiente poema de Osvaldo Rossler que bien describe lo que debió ser para muchos un envidiable rato de escritura en el Tortoni:

Escribo desde un bar, desde una mesa
con tajos, quemaduras,
manchas de suciedad antigua.
Es una mesa de madera,
es una mesa de silencio,
es una mesa hecha de tablas,
con paciencia, con tedio, con rutina,
es una mesa y también
un estado del alma,
es un apoyo más, es un soporte
donde puedo volcar y descansar
del peso de mi cuerpo, los dos brazos,
donde puedo escribir
en medio de la gente, lo de siempre.

martes, 24 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (2)

Carne, carnita, carne...

Un angel caído de pronto en el Cementerio de Recoleta

La angustia de los viajes
obliga a escuchar más de lo debido,
a solicitar compulsivamente datos,
cifras, nombres, rastros, salidas de emergencia.
La conseja colectiva asumía
que a Recoleta, San Telmo y La Boca
solo debía irse un domingo,
por aquello de lo pintoresco, los artesanos,
el gentío que supuestamente acompaña
y dignifica la sensación de ser turista.

Y caso hicimos...

El primer domingo fuimos directo a Recoleta. Nos vigilaba un solazo imprevisto tras la ola polar de días anteriores. Fuimos directo al Cementerio en busca de tumbas de famosos: también aventuras necrológicas había en los planes. Me hice fotos junto al panteón de los Casares, en cuyo fondo debe estar Adolfo Bioy. Luego vimos varias estupendas exposiciones de fotografía en el Centro Cultural (que formaban parte del Festival de la luz) y cuando el hambre nos arrastraba fuimos en pos de la recomendación de una grata pareja de odontólogos —él colombiano, ella argentina— junto a quienes habíamos hecho eterna fila en el mercado Carrefour la noche anterior.

El inquieto Gato Dumás, fallecido en 2004

Un Bife de chorizo, mucho más apetitoso que el que comimos

Llegamos a Clark's dispuestos a ofrendarnos la primera gran comilona del viaje. Carne, mucha carne. Eso queríamos. Y el primer vino serio. El lugar, grato, tenía la referencial magia de haber sido uno de los restaurantes del célebre Alberto “Gato” Dumás. Pero resultó casi un desastre. Una decepción de la que tuvimos toda la culpa. Por no preguntar, por andar de turistas-casi-japoneses, pedimos la infaltable Parrilla argentina, cuando en realidad lo que anhelábamos era un buen lomo, sin grasa, ni morcillas, ni chorizos, ni riñones, ni chinchulines. Aprendimos rápidamente que el Bife de chorizo era exactamente lo que no nos gustaba: carne jugosa del costillar pero con una tira de grasa desagradable que deja poco a los dientes. Total, para ser el primer día igual no estuvo mal y teníamos la certeza de haber cargado con varias docenas de Enno.

Otro domingo...



Llegado el siguiente domingo, quedaba La Boca y San Telmo. La Boca se salva por la Fundación Proa, bello edificio con hermosa terraza, librería y en estos momentos una insípida exposición titulada “Imán: Nueva York”, de artistas argentinos que en los años sesenta vivieron, crearon o interactuaron con la movida artística de la Gran Manzana. Y digo por fortuna porque el impepinable Caminito me resultó excesivamente turístico, algo falso, con poco que envidiar a la barriada de Santa Lucía en Maracaibo. Eso sumado a las advertencias de su alta peligrosidad. Huimos.
Al bajarnos en San Telmo había hambre y queríamos de nuevo carne. Por fin una auténtica carne porteña. Un taxista nos había insistido en que fuéramos a El desnivel —bueno, bonito y barato— y tan ciertas parecían sus bondades, que la cola para tomar una mesa era insoportable. Huimos. Nos adentramos dos minutos después en el primer lugar que nos topamos. Cuando logramos deshacernos de abrigos y agobios, nos dimos cuenta de que era horrendo, que no nos atendían, que la carta ofrecía un solo tipo de carne. Recordé que cargaba conmigo la lista de restaurantes amablemente recomendados por Ileana Matos, Sumito Estévez y Omar Pereney. Y apelamos desesperados a ella. Por suerte el primer restaurante del listín de Sumito quedaba exactamente a la vuelta de la esquina. Y como de mejores lugares me he ido en esta vida, nos levantamos sin vergüenza alguna.



Así llegamos al paraíso: La Brigada (Estados Unidos, 465, justo frente al maravilloso mercado de San Telmo), un restaurante de parrilla elegante, con carta de vinos, ensaladas, familiones de rostro apacible y todos los cortes de carne habidos y por haber. Ahí sí que comimos como los dioses, nos dimos el lujo de un Malbec de la bodega Catena Zapata —servido en bello decantador—, sendos lomitos con papas fritas y una cremosa ensalada Waldorf. Mi carne fue solicitada expresamente “roja, muy roja, sangrante, que haga muuuuu”. Eso para que me entendieran, porque a los argentinos se les da por paladear carnes muy cocidas para mi gusto y mi papá, francés como es, me enseñó que se come casi cruda. Y así me la sirvieron. Perfecta. Estuvimos horas allí, disfrutando de la única comida de ultralujo de todo el viaje. Agradecimos de todo corazón la recomendación de Sumito y por él brindamos un par de veces. Días después, contamos a alguien cercano a Estévez sobre aquella tarde maravillosa, pero rápidamente peló los ojos y nos dijo: “cómo se les ocurre hacerle caso a Sumito, ese es uno de los restaurantes más caros de Buenos Aires, pero sin duda el mejor”. Reímos sin arrepentimientos.
Solo volvimos a comer carne un par de veces más en pequeños restaurantes de Santa Fe, sin ínfulas ni decantadores, pero advirtiendo que por los vientos —podridos y de carencia— que soplan en Venezuela, pudiesen ser aquellas las últimas buenas carnes que comiéramos en mucho tiempo. Ojalá que no.

lunes, 23 de agosto de 2010

Crónica de BUENOS AIRES (1)

Por fin la pizza de mis sueños,
en El Cuartito



He estado en Buenos Aires en cuatro oportunidades, pero en ninguna de las tres primeras estuve. Una vez hice escala en Ezeiza rumbo a Río de Janeiro. La segunda vez fui por asuntos de trabajo y me dejaron apenas un día libre que se escurrió en un cursi Day Tour, tres tiendas, una librería y un restaurante de Puerto Madero. La tercera, invitada por Wines of Argentina estuve de paso rumbo a las zonas vitivinícolas del país. Hubo un almuerzo en Palermo y a la vuelta una librería ya no se dónde. Esta vez, entre el 6 y el 22 de agosto, me vengué de tanto intento y me comí, bebí y caminé Buenos Aires por quince maravillosos días que aún bullen en mi piel.
No elaboraré aquí cronologías, no rescataré itinerarios exactos. De hoy en adelante y en quince días, iré apuntando olores, sabores, recodos visitados, ojeadas, sabidos. Para que sirvan a otros. Para que no se me olviden jamás. Para volver a ellos y ser otra y la misma.



Amigos venezolanos me llevaron a El Cuartito (Talcahuano 937), pizzería de obligado peregrinaje de turistas y aldeanos. Fundada en 1934, enorme, con excesiva luz de neón y un baño de esos que a Adriana Morán le parecen lejos, muestra paredes repletas de afiches que relatan la historia del deporte argentino, paisaje que sin embargo no distrae de la esencia del local: sus pizzas y empanadas. Nosotros éramos ocho y pedimos tan solo tres pizzas de las que quedaron todavía cuatro pedazos. Enormes, gruesas, desbordadas de queso e ingredientes.
En El Cuartito cumplí mi sueño —expuesto en un post de antaño— de probar una pizza con huevos. Pero no huevos cocidos sino a medio cocer, con una clara apenas cuajada y una yema que se esparcía sobre el resto del platillo y que había que atajar en su camino al mantel. Es la pizza estrella, lleva el nombre del local. Maravillosa fue también la Fugaza, con mucha cebolla frita. Maravillosos los amigos, sus voces que aún resuenan en mi alma, con sabor a mozzarella y yema tibia.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Ver, ver, ver, ver…

Youtube está lleno de maravillosas horas de música e imágenes y entre ellas una cocina que exige nuevos ojos. Aquí dos recomendaciones que me llegan a través de dos sabios sibaritas, buscadores y amigos:

Western Spaghetti

Este video (filmado en stop motion) del artista neoyorkino Adam Pesapane, conocido por el apodo de PES, resultó ganador del Festival de Cine Sundance 2009, del Festival de Animación de Annecy, y en el TIme Magazine fue votado como segundo video del año.


Comer, beber, hombre, mujer

Una secuencia de la película de 1994 del director taiwanes Ang Lee, nominada al año siguiente a los Oscar como mejor Película extranjera.

lunes, 2 de agosto de 2010

¿Quién bebe aún Gran Vino Sansón?


Nacido en 1907, el Gran Vino SANSÓN
vive de NOSTALGIAS




Inmersos como estamos entre sommeliers, buenos vinos, críticos y estanterías repletas de caldos prometedores, hablar del Gran Vino Sansón es una vergüenza que solo escuda la nostalgia. ¿Quién bebe hoy ese vino dulce que en realidad es un vino aromatizado? Pues nadie que yo conozca.
De la memoria extraigo que fue la primera bebida alcohólica que muchos probamos; que nos obligaban a beberlo como remedio fortificante y con infinitas propiedades alimenticias. A mi, por ejemplo, me lo daban en una copa pequeña con una yema de huevo, cuando mi madre o yo nos cansábamos de la Malta con leche.
Y resulta que el Gran Vino Sansón existe aún en muchos países, que es producido por un grupo integrado por cinco bodegas españolas —de origen ya centenario—, Hijos de Antonio Barceló, en cuyo catálogo hay vinos premiados con altos puntajes, una gama reputada en el mercado internacional y hasta Denominación de Origen. Incluso se consigue en algunos mercados en Venezuela junto a los vinos de cocina y los bebedizos de poca monta.
Los fabricantes no nos engañan, explican que el Gran Vino Sansón “es un vino de base al que se adicionan mostos e infusiones de plantas aromatizadas, que le confieren sus excelentes características organolépticas. La composición y elaboración de estas infusiones responden a procesos y fórmulas transmitidas de generación en generación desde hace más de un siglo”.
En su análisis sensorial señalan que es de un color ámbar muy oscuro: “Potente y muy complejo mezclando tonos dulces (caramelo), especiados donde resalta el regaliz, el anís e incluso notas de té y de torrefacción”. Y de sabor: “Potente y generoso, muy consecuente con la nariz, el post gusto es muy persistente”.
La ficha técnica asegura que puede disfrutarse sólo, con hielo o como acompañante de otras bebidas y cócteles, así como aperitivo y vino de postre.

Me arriesgaría a un viaje proustiano, por qué no, incluso con la yema y el anhelo de ser grande y fuerte.