domingo, 6 de febrero de 2011

Pensar en restaurantes

Las inmundicias del mundo
también cenan a la carta



En el 2007 corrió por la web la noticia de una cadena de restaurantes en Taipei cuyo mobiliario, platos y hasta condumios convidaban a repensar aquello de los límites entre la entrada y salida de la comida, la estética, las costumbres, la cultura que nos influye y trastorna. Todo allí es como un baño occidental. Los asientos son pocetas, las mesas de vidrio están sobre un lavamanos y la comida se sirve en tazones que son inodoros.
Ayer me topé por mera casualidad con una foto de uno de esos locales llamados Modern Toilet, que hoy son más de una docena y un éxito total en Taiwán. Sin embargo, no me detuve a imaginarme en uno de ellos, poco me interesó la excentricidad de esos restaurantes temáticos que igual pueden ser peceras o jaulas. Pensé, eso si, en cómo el mundo restaurador es a veces un baño: un baño público. Espacio de dimes y diretes, estafas, negocios raros, cierres e inauguraciones, embargos. Nunca falta una noticia en prensa foránea de un pinche o un chef que asesinó a alguien en la cocina con su afilado cuchillo de acomodar carnes. Hablo de restaurantes de toda categoría, de cualquier lado, mundos que como en otros se tropiezan las más grandes templanzas y miserias humanas.
El comensal por fortuna nunca ve esas cosas, come, paga, le gusta o no, vuelve o no. Lo que pasa en una cocina, en la oficina administrativa de un restaurante es un misterio del que es mejor no enterarse. Y uno que a veces sabe cosas, pues mejor se calla, respeta que el asunto es un negocio y se hace el loco.
A principios de este año comimos pésimo en el Da Guido de la Avenida Solano: el aire acondicionado chorreaba sobre nuestra mesa, la salsa carbonara era un mazacote, la pasta estaba sobrecocida, el mesonero era un grosero. Mis padres devolvieron la célebre Lengua al vino del local porque estaba fría. Mi esposo y yo nos miramos sin que mediara palabra alguna. Intuíamos que esos platos serían recalentados en un microondas y probablemente escupidos en el camino. ¿Cómo detener aquella tragedia de la que tanto hemos escuchado? Callamos, confiando en que el calor lo mata todo y que no volveremos a ese restaurante, ni siquiera a su nuevo intento en Altamira.
Cuando el mundo restaurador me tienta con sus visos de infierno, lo combato con mi pasión, mi gusto y mi necesidad de comer bien y disfrutar del arte domeñado por unos pocos que hacen de la cocina un paraíso. Cierro los ojos y pienso en los cocineros que admiro y que tanto han aportado a la gastronomía en Venezuela y otros lares. Y recuerdo a Anthony Bourdain, que no es santo de mi devoción, pero dice lo suyo: “¿Hasta cuándo voy a seguir haciendo lo que hago? No lo sé. Aunque he pasado la mitad de mi vida observando a la gente, la gente sigue siendo un misterio para mí. La gente me confunde. La comida no."

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